Mi mundo y una copa de vino
Tenía la mirada perdida, la presión en el cuello de tantos días atrás, incesante, machacona en la base de la cerviz, ese dolor que no te permite ni un segundo de relax.
Un profundo dolor en el pecho y el cuerpo desplomado sobre el sofá del salón, cada vez mas oscuro, cada vez menos acogedor.
Mudo, incapaz de articular palabra, de contestar a la lagrima que resbalaba por el rostro límpido y blanco de ella. Ansiaba decirle tantas cosas, deseaba tanto no decirle nada y estrecharla entre sus brazos sin mas, sellar sus labios por un instante eterno de palabras duras e hirientes como filo de cuchillos, un instante eterno, eterno, como El tiempo.
Contestar ¿a que? Si no era posible trasladar el vacío que sentía en su interior, la innumerable cantidad de lagrimas internas que vertía al estar sin ella. La irrefrenable sensación de tristeza que albergaba en su interior ante su manifiesta incapacidad para demostrar lo mucho que la amaba.
Su voz seguía siendo recibida como en un segundo plano. Su copa entre las manos. El vino, tinto como la sangre, menguando, al tiempo que sus labios se tornaban cada vez mas del color rojo intenso del mismo. El color de sus mejillas ahora un tanto sonrosadas, los ojos brillantes, destilando vida, seguramente una vida que no se correspondía con la que quería pero vida a fin de cuentas, y el botón de su camisa desabrochado mostrando levemente el principio de su largo cuello.
Incorporé mi cuerpo. Incorporé con él parte de mi mente, de mi subconsciente. Me hice con la copa que esperaba presta mi mano. Di un sorbo lento, profundo, intenso, como si en él estuviera mi ultimo placer de vida, el último segundo del condenado. Disfruté del sabor a fruta y vainilla, respiré la madera y la libertad del campo que se congregaba en esa copa.
Las palabras de ella llegaron pues a primer plano. Mis músculos se tensaron, sonreí de lado. Recordé nuestro primer beso, ¿cómo no iba a hacerlo? Cena de jóvenes enamorados alrededor de nuestra primera botella. Recordé su caricia y di otro trago. Su voz se hizo aún más dulce, vi su pelo resbalando por mi mano derecha, y recordé una frase que le dije el primer día que nos amamos, la primera vez de las muchas que detuvimos el tiempo al hacerlo:
“Euripides decía que donde no hay vino, no puede haber amor. Eso lo dijo porque no pudo besar tus labios, se hubiera dado cuenta de que son puro vino”
Bebí de nuevo, bebió ella. Sus ojos clavados en los míos. Mi pecho ahora acelerado, su boca en actitud de espera. Llevé mi mano izquierda a su cara, la acaricié suavemente y la besé tierno, pausado, eterno, como mi primer sorbo en aquella copa que reposaba mirándonos desde su privilegiada posición ahora, y me dejé llevar con ella por su interior.
” No puedo dejar de amarte, aún sigue habiendo vino, aún sigue habiendo vida, y tu labio unido al mío decantando gota a gota, forjando nuestros destinos”
Me miró serena, y sólo se oyó un suspiro.
Autor invitado: José Carlos Sánchez Montero
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