El extraño comportamiento de la oferta del amor

1 marzo, 2021

La pasada primavera nos hemos visto doblegados a pasarla, en su totalidad, en confinamiento debido a la pandemia por el COVID-19. Esta reclusión para muchos la hemos pasado en soledad, lo que ha puesto de manifiesto la privacidad para desarrollar nuestras necesidades más vitales y humanas, sobre todo la del amor, bien por defecto o bien por exceso. 

Esto me ha hecho recordar un estudio que leí hace tiempo del Doctor en Ciencias Económicas, Freddy Canté, sobre los diferentes puntos de vista de varios expertos acerca del amor. En él demuestra que son muchos los investigadores, economistas, psicólogos o sociólogos que han teorizado sobre el amor, sobre lo que ello conlleva, o simplemente sobre su necesidad en la humanidad. Muchos lo denominan “oferta del amor” y defienden varias teorías en base a su comportamiento.

Por ejemplo, para el pensador universalista Hirschman (1985), el amor comprende: moralidad, cumplimiento de normas, confianza y espíritu cívico. Insistió, en contra de la ortodoxia, que un orden social puede ser más seguro si está fundado en la benevolencia y en el amor. Argumentó que la oferta de amor no es fija y limitada, y, especialmente, que el amor no es un recurso sino una habilidad (similar a la del conocimiento o capital humano).

La virtud pública, y virtudes más elevadas como el amor y el altruismo, al menos en los especímenes humanos, están sujetas a la escasez. Hirschman mostró que tal tipo de comportamiento no se agota con el uso (como suele ocurrir con recursos físicos agotables) y tampoco se podría incrementar con su persistente utilización (como ocurre con las habilidades y el conocimiento mismo). 

El amor y virtudes similares tienen un comportamiento complejo y compuesto: se suelen atrofiar cuando no son adecuadamente practicados y, por eso mismo, son propensos a desaparecer por la búsqueda de intereses de un mercado que se expande a todos los confines de la vida. No obstante, se pueden agotar cuando son practicados e invocados con exceso. En suma, según él, extremos viciosos como el capitalismo salvaje o la revolución cultural maoísta pueden marchitar el amor.

Sin embargo, para Elster (1999), la pasión es, en parte, una motivación visceral, está fuera del control del individuo y/o del grupo e impulsa directamente a la acción. Las pasiones incluyen emociones (unas más crudas como el miedo y la rabia, otras con referentes cognitivos negativos como el resentimiento, el odio y la venganza, y positivos como el amor). Dentro de lo pasional también caben el hambre, la sed, el deseo sexual, los estados de dolor, los estados de intoxicación por consumo de drogas, el ansia misma por las drogas y la locura.

Elster ha sugerido que los seres humanos estamos motivados por razón, pasión e interés, e insiste en ubicar al amor dentro de las emociones. Las emociones, a diferencia de los factores puramente viscerales (dolor, placeres corporales, sed y hambre) tienen antecedentes cognitivos. Puede, por consiguiente, existir amor irracional cuando se persiste en amar a alguien o algo en abierta contradicción con nuestras creencias (conocimientos que indicarían que no vale la pena amar más).

Adam Smith (1976) mostró que la simpatía es una capacidad inherente a los seres humanos, les permite instantáneamente identificarse con otros, aún corriendo el riego de descuidar el interés propio. Gracias a la imaginación nos podemos comparar con otros seres humanos y, por tanto, podemos ponernos en su lugar y sentir algo parecido a lo que pueden estar sintiendo (la llamada empatía). Éste es el primer paso en la formación de juicios morales y en la socialización de los individuos. Pero el interés de la sociedad es muy vago y abstracto, por lo que los individuos simpatizan con otros individuos o con grupos pequeños próximos, pero no con toda la sociedad y esto se aplica también al amor.

El profesor Sen (1977) hizo énfasis en que la simpatía consiste en una preocupación por otros, lo cual afecta directamente nuestro propio bienestar: por ejemplo, afirma que el saber que otros están siendo torturados enferma a quien experimenta simpatía. Y no duda en precisar que la simpatía puede ser una conducta egoísta, pues nuestro bienestar depende del bienestar de otros, y puede ser entendida como una externalidad.

Sen prefirió optar por el compromiso: la acción de ayudar o de confraternizarse, no la mera sensiblería. Aclara que existe compromiso cuando la persona actúa para poner freno a una injusticia. Tal conducta es no egoísta (implica un sacrificio, una actuación en contra del propio bienestar) y, en particular, es una metapreferencia ética. Sin embargo –insiste Sen– los compromisos no son universales, más bien están fragmentados en grupos como: familia, comunidad, gremio, empresa, partido, clase, país, etc.

Justamente, al estudiar la cooperación o solidaridad en causas colectivas o públicas, autores como Elster han mostrado la importancia de los individuos altruistas. Para este filósofo el mandamiento cristiano de “amar al prójimo como a uno mismo” es básicamente equivalente al imperativo (deber incondicional) de Kant: no tratar a las otras personas como medios para nuestros fines, tratarlos como quisiéramos que nos trataran a nosotros mismos.

Sea como fuere, lo que queda patente en el trabajo de Canté es la necesidad inherente que tiene el ser humano de amar y ser amado, así como la de poder socializar y compartir con nuestro entorno nuestras vidas y por tanto, cómo la reclusión de la pasada primavera nos ha hecho recapacitar a casi todos sobre nuestras vidas pre-COVID-19.

Ojalá esto no nos haya dejado secuelas emocionales y no se vuelva a repetir, pero si así fuera, considero que, a nivel personal, no lo gestionaríamos de la misma manera. 

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